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La tragedia de la Bella Durmiente

Publicado el_
8.11.2021

Siempre que nos nombran a la bella durmiente, vamos irremediablemente al desenlace del hechizo: ese beso de amor verdadero que rompe con el terrible yugo del mal puro, con la magia negra que niega el encuentro de los que están destinados a vivir juntos; el beso que libra de la muerte.

Ahhh, pero ¿qué tal si el beso es realmente más malo que el hechizo? Vamos a ver.

Resulta que el cuento que conocemos está basado en un antiguo relato popular italiano, recopilado y compuesto por Giambattista Basile (comentado por los hermanos Grimm, readaptado por Perrault, animado por Disney), que nos cuenta el infortunio de una poderoso gobernante al que el adivino del reino le vaticina la desgracia de su hija si manipula la rueca (esta cosa que se usa para hilar) o los tejidos de la misma.

Hasta aquí, nada raro ha pasado: el gobernante simplemente confisca, requisa, retiene y destruye todas las ruecas del reino, no vaya y sea, se cumpla la profecía. 

Pero la curiosidad de la muchacha la lleva a incordiar a una pobre vieja que hilaba en una rueca, justo bajo su ventana y, la casualidad, la princesa se pincha con el huso de la rueca y, ¡pataplam¡, la maldición se cierne sobre ella. 

Su padrecito, afligido, la adorna y engalana para dejarla en largo reposo en el torreón de un palacio abandonado. Pasa el tiempo, ni zarzas gigantes, ni criados dormidos.

Un día, cerca de aquel torreón, un rey (esa gente), que practicaba la cacería, vio como uno de sus halcones se perdía por el ventanal más alto.

Cansado de llamar a la puerta, tirar piedras a la ventana y chiflar para anunciar su presencia y su intención de recuperar el ave, el rey (trepa-trepa), escala hasta lo más alto de la torre en donde encuentra herrumbre y polvo, además de una princesa en el más plácido de los sueños.

El rey (chusma) intenta de todas las maneras posibles (según el) despertar a la princesa, sin conseguir ningún resultado. Así que decide tomarla en sus brazos, llevarla a un sillón y abusar de ella. Seguía dormida la princesa cuando el truhán (el rey), se fue por donde había entrado.

La Bella Durmiente quedó embarazada y con asistencia de las hadas (quién sino), dio a luz a par mellizos.

La alimentación de las criaturas representaba un problema para los seres mágicos que veían cómo los bebés buscaban incesantemente el pecho de su madre.

En uno de estos episodios, uno de los mellizos chupó el dedo de su madre y, la casualidad, era el dedo pinchado.

Saca la púa, se rompe el hechizo y la princesa despierta.

Un día, el rey (el hombre ese) recordó a la joven mujer de aquel torreón abandonado en el bosque, quiso ir a ver que quedaba de todo aquello y encontró a la muchacha con sus hijos.

Talía, que era el nombre de la mujer que antes dormía y ahora es madre de dos, decide llamarlos Sol y Luna, ya que desconoce su origen, como desconocía el origen de los astros y buena parte de la historia en la que estaba envuelta.

Y el sinvergüenza (el rey) se dispone a aclararle con un minúsculo matiz de rubor en su rostro.

Un tanto por salir del barro y otro poco por la encantadora belleza de Talía (lo de siempre), el rey, que era muy tonto, les ofrece el oro y el moro y se vuelve papi de temporada, yendo y viniendo de la torre del bosque al palacio, donde residía y compartía señorío con un dama que al toparse en un portal llamaba su esposa.

A esta señora, el monarca (un vago según ella), en ocasiones, le olía a leña de otro hogar; decidida entonces a saber toda la verdad de las correrías del sinvergûenza,

consulta directamente al secretario de su majestad.

Y este, debidamente ablandado con amenazas a su integridad y familia, le describió a la reina hasta el color de la montura en la que partía el rey para ver a Talía y los chiquillos.

La Doña, encolerizada, trama un plan para deshacerse de La Bella Durmiente y sus hijos y, de paso, darle una lección al tarado de su marido. Manda soldados a la torre del bosque con el fin de buscar a los mellizos en nombre del rey.

Ordena al cocinero de palacio matar a los niños, cocinarlos y luego servirlos en la cena de esa noche.

En una velada llena de silencios incómodos, la reina le menciona al marido en tono de sarcasmo misterioso: “lo que comes, es verdaderamente tuyo”, a lo que el rey (escaso de modales) replica: “sé muy bien que lo que como me pertenece, ya que tu no has sabido traer nada a esta casa”.

El postre fue flan de coco.

Luego, la reina manda a buscar a Talía en nombre del rey, la increpa e insulta y por su gracia le condena al infierno en la Tierra y decide quemarla en un en una pira en el patio del palacio, mientras, Talía, replica que ella no ha tenido la culpa de nada de lo que el rey (la rata esa) hizo mientras ella permanecía inconsciente en la torre.

Para ganar algo de tiempo, Talía solicita ser quemada desnuda, así que se quita la ropa con suprema lentitud, emitiendo, de tanto en tanto, gruesos alaridos con la esperanza de llamar la atención de alguien que acudiese a su rescate.

Cuando no le restaba más que la media izquierda, por fin hace su entrada el rey (quien sabe en que andaba) y enterado de todo da muerte a su esposa y, por supuesto, a su secretario que, igual, ya llevaba un día muy malo. 

Hace buscar al cocinero para darle muerte y se sorprende al ver que este, tuvo clemencia y ocultó a los niños del mal designio de la reina.

Así le queda el campo libre al rey (a esa gonorrea) para desposar a la joven mujer de la que abusó y proyectar la idea de un felices por siempre.

La narración termina con esta frase: A los afortunados los encuentra la suerte hasta dormidos. Ese besito ya no es lo mismo para mí.

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